18/10/11

Reunión a medianoche


  Quizo el barrio darme el abrigo de una frazada en invierno. Era chico, alrrededor de diez y cinco, morocho, de ojos castaños, quijada potente y figuración ambigua. El barrio que tanto había querido por tanto tiempo, que había cubierto mis horas con las hojas que caen en otoño, que había dado sueño a mis pasos cuando la viligia me abrumaba con alguna preocupación infante, triste, de esas que suelen mariposear alrrededor nuestro los días de lluvia, desapareció como la ficción de un teatro cuando el telón la cubre.  Dos días duró aquello. Mis viejos quisieron resistir el embate de la muerte, pero no pudieron. Los cubrió la nieve, que quema al tacto.
  Dejé el colegio, dejé la vida. Mirando la ventana y la gente idiota caminando por la calle. Mirando la suerte ajena se me cubrió la vista. Mis abuelos al tiempo murieron, en la agonía del nieto enfermo de una tuberculosis jodida, complicada, oscura.
 Mi muerte consistió en mi ruina. Me escapé de esa casa y fui un paria. Comí de la basura, conviví con los perros, dormí entre diarios y le gané el truco al luto. El viento fue mi amante. El sueño mi vigilia.
 Morí.
 Renací una noche cualquiera de un día de octubre. Sentí la mirada sombría de un caballo de fuego que pasaba al lado mío. Asustado corrí a ganarle la carrera. Los ojos, siempre de costado, me miraban. Aullé más alto, llegue a las cimas, y alcancé con él el cielo, el caballo se hizo lava, y su volcán eruptó en oleadas, transportandome a donde habitan los ángeles y cantan los tangos. Un coro de ciegos me bajó entre cánticos calmados, entre susurros. Distinguí la tierra.
 Desperté merodeando la mañana. Abracé al viento, y le dí las gracias. Y descubrí que los miedos y las desgracias hay que avivarlos a fuego lento, y una vez hechos cenizas, soplarlos despacio.
Muy despacio.

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