16/11/11

La pena de muerte


Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos.
Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado.
Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco.
Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial.
Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia.
Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante.
Fui enviada a la guillotina porque mis Camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre.
Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios.
Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales.
Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.
Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno.
Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos.
Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común.
A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro patas.

 María Elena Walsh.

9/11/11

Lloro

¿Nadie vió la belleza que tienen
mis ojos cuando lloran?
Se derriban las murallas,
y nacen caras en mi boca.
Se derrama el universo
en esta lágrima.
Y mientras cae la última gota

desaparece la última estrella.

El nene que se suicidó

Le prohibieron jugar en el piso, y lo acató.
Le negaron saltear la comida, y comió hasta saciarse.
Le pegaron cuando manchó sus manos con tierra.
Le dijeron que moriría si intentaba volar como los pájaros.
Y voló.

7/11/11

La era de la boludez.


 Ahogándonos.

  Reunión, tres de la mañana. Todos callados, mirándose. La fiesta exije que se hablen. Que haya ruido y se aturdan. Una fiesta -con todas las letras- sería una en donde se desborden, donde aquel termine con aquella. Donde ellos se acuesten con ellas, y donde la música mantenga el ritmo de la orgía del dormitorio análogo. Que los gritos del otro empañen los gritos de éste, y que nunca exista la nada. Que la música no pare de sonar -es feo cuando calla, y todos se miran, como sintiendo el vacío, la necesidad de tapar el silencio-. La joda, la fiesta. Aquellos bailando, sin ganas, monótonos, bailando. Tomando para gritar, para explotar. Para sacar lo que se guarda. Dejarnos huecos. Llenar lo hueco. Tapar con semen las paredes. Vomitar fluidos. Llenarnos de alcohol, deshinibirnos. El carnaval. El mundo del revés. 
  El grito.

Incomunicándonos.

(Msn, once de la noche)
Él dice: ¿Viste la luna?
Ella dice: ¿Eh?
Él dice: La luna… ¿La viste?
Ella dice: Ah, sí. Que linda..

(Calle, once de la noche)
  Van de la mano, los dos juntos. Ella lo mira y pregunta en qué pensas. Él se ríe, medio tonto, y nada, dice. ¿Viste la luna? Ella se ríe, la mira. Le gusta. Es linda, contesta. Caminan juntos, y él tantea con sus dedos apretar los de ella, que se calientan al tacto. Los dos mirando el cielo. El sueño de los dos. El sueño.
  Un telón de fondo oculta una París plateada.

Inundándonos.

   Un respiradero en el medio de la calle. El cemento caliente, y la corriente de agua que pasa por debajo. La calle que asfixia la tierra se pudre, y el respiradero exhala olores fétidos, sucios. La primavera invade con un rumor de hojas. Duermen en las calles y crujen al pisarlas. Invade con vientos de polen, con semillas que mueren en el asfalto y giran entre los coches, entre la gente.
  Invaden respiraderos en el medio de la calle. Olor a podrido y costumbre.




5/11/11

El defensor.

El defensor.

   Todos los días paso por ahí, por su banco y lo veo. Un hombre de tez oscura. El bigote manchadito por el cigarro y la cara rasgada de arrugas. Una voz grave que pocas veces se escucha y las manos entrelazadas, dormidas en sus rodillas. Sentado en su banco de plaza, dormita desde que paso por allí. De bien entrada la mañana lo veo ya mirando, hasta que marcha con su caminar gastado, bien caído el sol, nadie sabe dónde.
  Es una estatua, un adorno de la plaza. Es tan eterno como aquellos árboles que ya miraban mis abuelos y tan gris como las nubes que pasan. Pareciera que la mirada se le perdió en algún abismo; que se durmió en alguna cueva de Montecinos. Anda con su bastón hasta el banco, todos los días, y se sienta a esperar el día. Las nubes pasan y él se va, con su paso gastado, con su frente antigua. Nadie nunca habló con él. Nadie nunca se animó.
 Cuenta una vecina que tuvo esposa y se escapó, abandonando a sus hijos. Otro dice que alguna vez trabajó en el puerto, y que era activista del sindicato. Pero algo pasó, y desde ese momento no habla, no siente ni escucha. Todos dan su versión sobre el viejo. Cada uno supone algo de lo que pasó. Ciertamente los rumores algo de verdad siempre tienen, pero nadie sabe aquí cual de todas las historias es la verdadera. Quizás el viejo, dicen, estuvo mal con la ley, y hoy prefiere el silencio para no darse a conocer, para tener la vejez tranquila. Si en algo concuerdan todos es que el viejo está un poco loco. A Álvaro, el almacenero del pueblo, una vez le pregunté qué opinaba sobre ese señor que a mí me genera tanta curiosidad. El me miró como quien mira a un niño, se sacó la boina y con aire grave me dijo “Hijo, ¿Qué sabré yo sobre esas cosas? ¿Qué se puede saber sobre un soberbio o un loco? Si cuando me acerqué me miró y sonrió con burla. Yo le había preguntado cómo estaba, quién era. Él me miró y se rió para adentro. ’Soy mudo’, me dijo. ¡Un mudo! Me fui indignado. Nadie sabe quién es, y mejor no lo preguntes. No sé”.

 El viejo trastornó de a poco al pueblo. Todos quieren ignorarlo. Evitarlo. Los misterios son interesantes cuando tienen un cierre. Cuando se tiene la certeza que al final uno va a saber la respuesta. Si el celador tiene un romance, algún día se sabrá, y mientras tanto se plantea, se duda y se charla. De algo hay que vivir. De algo hay que hablar, digan lo que digan.
 Pero con el viejo no. Él no habla. No pregunta. Y su presencia, en el mismísimo centro del pueblo, desquicia a los vecinos. Por más que no quieran tienen que cruzarse con él cada mañana, cada tarde, cada paseo. Y él suele mirarlos como quien mira un pájaro que se posa en aquella rama. Viéndolos sin ver. Degustando todo con la mirada.
 Una cosa dice Enriqueta, una vecina, que pudo sonsacarle . Cierta tarde en que pasaba por allí luego de hacer las compras, vió al viejo sentado en el banco y ya no lo soportó más. Para ella, que se vanagloriaba de sus meriendas con amigas, de la variedad de sus masitas y sus tés, de las charlas eternas sobre costura y chismes, no llegar al fondo del misterio del viejo después de tanto tiempo superó a la mismísima indignación. Los ojos se le nublaron y la voz se le afinó. ¡Quién es!, le gritó. ¡Qué hace!, le espetó.
 El viejo, un poco aturdido, como quien sale de un ensimismamiento, respondió casi en un susurro ronco:
 -¿Yo?, nada útil, señora. Yo defiendo al silencio.