5/11/11

El defensor.

El defensor.

   Todos los días paso por ahí, por su banco y lo veo. Un hombre de tez oscura. El bigote manchadito por el cigarro y la cara rasgada de arrugas. Una voz grave que pocas veces se escucha y las manos entrelazadas, dormidas en sus rodillas. Sentado en su banco de plaza, dormita desde que paso por allí. De bien entrada la mañana lo veo ya mirando, hasta que marcha con su caminar gastado, bien caído el sol, nadie sabe dónde.
  Es una estatua, un adorno de la plaza. Es tan eterno como aquellos árboles que ya miraban mis abuelos y tan gris como las nubes que pasan. Pareciera que la mirada se le perdió en algún abismo; que se durmió en alguna cueva de Montecinos. Anda con su bastón hasta el banco, todos los días, y se sienta a esperar el día. Las nubes pasan y él se va, con su paso gastado, con su frente antigua. Nadie nunca habló con él. Nadie nunca se animó.
 Cuenta una vecina que tuvo esposa y se escapó, abandonando a sus hijos. Otro dice que alguna vez trabajó en el puerto, y que era activista del sindicato. Pero algo pasó, y desde ese momento no habla, no siente ni escucha. Todos dan su versión sobre el viejo. Cada uno supone algo de lo que pasó. Ciertamente los rumores algo de verdad siempre tienen, pero nadie sabe aquí cual de todas las historias es la verdadera. Quizás el viejo, dicen, estuvo mal con la ley, y hoy prefiere el silencio para no darse a conocer, para tener la vejez tranquila. Si en algo concuerdan todos es que el viejo está un poco loco. A Álvaro, el almacenero del pueblo, una vez le pregunté qué opinaba sobre ese señor que a mí me genera tanta curiosidad. El me miró como quien mira a un niño, se sacó la boina y con aire grave me dijo “Hijo, ¿Qué sabré yo sobre esas cosas? ¿Qué se puede saber sobre un soberbio o un loco? Si cuando me acerqué me miró y sonrió con burla. Yo le había preguntado cómo estaba, quién era. Él me miró y se rió para adentro. ’Soy mudo’, me dijo. ¡Un mudo! Me fui indignado. Nadie sabe quién es, y mejor no lo preguntes. No sé”.

 El viejo trastornó de a poco al pueblo. Todos quieren ignorarlo. Evitarlo. Los misterios son interesantes cuando tienen un cierre. Cuando se tiene la certeza que al final uno va a saber la respuesta. Si el celador tiene un romance, algún día se sabrá, y mientras tanto se plantea, se duda y se charla. De algo hay que vivir. De algo hay que hablar, digan lo que digan.
 Pero con el viejo no. Él no habla. No pregunta. Y su presencia, en el mismísimo centro del pueblo, desquicia a los vecinos. Por más que no quieran tienen que cruzarse con él cada mañana, cada tarde, cada paseo. Y él suele mirarlos como quien mira un pájaro que se posa en aquella rama. Viéndolos sin ver. Degustando todo con la mirada.
 Una cosa dice Enriqueta, una vecina, que pudo sonsacarle . Cierta tarde en que pasaba por allí luego de hacer las compras, vió al viejo sentado en el banco y ya no lo soportó más. Para ella, que se vanagloriaba de sus meriendas con amigas, de la variedad de sus masitas y sus tés, de las charlas eternas sobre costura y chismes, no llegar al fondo del misterio del viejo después de tanto tiempo superó a la mismísima indignación. Los ojos se le nublaron y la voz se le afinó. ¡Quién es!, le gritó. ¡Qué hace!, le espetó.
 El viejo, un poco aturdido, como quien sale de un ensimismamiento, respondió casi en un susurro ronco:
 -¿Yo?, nada útil, señora. Yo defiendo al silencio.

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