31/12/11

Esos fuegos.


Reunión a medianoche

  Quizo el barrio darme el abrigo de una frazada en invierno. Era chico, alrrededor de diez y cinco, morocho, de ojos castaños, quijada potente y figuración ambigua. El barrio que tanto había querido por tanto tiempo, que había cubierto mis horas con las hojas que caen en otoño, que había dado sueño a mis pasos cuando la viligia me abrumaba con alguna preocupación infante, triste, de esas que suelen mariposear alrrededor nuestro los días de lluvia, desapareció como la ficción de un teatro cuando el telón la cubre.  Dos días duró aquello. Mis viejos quisieron resistir el embate de la muerte, pero no pudieron. Los cubrió la nieve, que quema al tacto.
  Dejé el colegio, dejé la vida. Mirando la ventana y la gente idiota caminando por la calle. Mirando la suerte ajena se me cubrió la vista. Mis abuelos al tiempo murieron, en la agonía del nieto enfermo de una tuberculosis jodida, complicada, oscura.
 Mi muerte consistió en mi ruina. Me escapé de esa casa y fui un paria. Comí de la basura, conviví con los perros, dormí entre diarios y le gané el truco al luto. El viento fue mi amante. El sueño mi vigilia.
 Morí.
 Renací una noche cualquiera de un día de octubre. Sentí la mirada sombría de un caballo de fuego que pasaba al lado mío. Asustado corrí a ganarle la carrera. Los ojos, siempre de costado, me miraban. Aullé más alto, llegue a las cimas, y alcancé con él el cielo, el caballo se hizo lava, y su volcán eruptó en oleadas, transportándome a donde habitan los ángeles y cantan los tangos. Un coro de ciegos me bajó entre cánticos calmados, entre susurros. Distinguí la tierra.
 Desperté merodeando la mañana. Abracé al viento, y le dí las gracias. Y descubrí que los miedos y las desgracias hay que avivarlos a fuego lento, y una vez hechos cenizas, soplarlos despacio.
Muy despacio.

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Las costas del destino son demasiado pequeñas para el hombre de hoy, al menos de mi pequeña ciudad porteña. Él quiere vivir en el azar. Él no acepta los estándares del pasado y afirma "Hoy seré yo".

  Él comprime su existencia en barrios que se miran entre ellos.
  Él marea al mundo; no que el mundo lo marea a él.

  Ahora miramos el azar, y en ese azar brillan nuestras almas humanas. Un fueguito, una caricia. Somos alguien  Nos palpamos la cara. Somos alguien  De a poco entendemos que Cristo Rey es uno más del panteón. Que solo existe el fuego: una comunidad de fueguitos en un abismo de planetas. Los más cercanos muertos y llenos de vida. Un basto cosmos  y un sistema que sí tiene un destino, ya sea finito o infinito.
 Somos fueguitos en un universo de fuegos gigantes, que suspiran por transformarse en un solo fuego, de fusionarse mutuamente, de corresponderse con lo otro. Las husmeadas de un perro oliéndose su propio cuerpo y luego olisqueando para afuera.
 La respiración se calma; nos empezamos a juntar. De la misma manera en que los griegos se vieron molestados del estudio de la realidad, el pensamiento y el lenguaje por el duro presente de guerra civil y la aparición de un Filipo que ingresa con su arrogancia majestuosa, la aparición de un otro extraño genera choques, nos hace quebrar y corresponder batiendo nuestro escudo. Es un otro extraño.    Invade nuestro pueblo como Filipo invadió a los griegos. Otros bajan el escudo, y se van acercando. El hombre de la paz; o la nada y la bomba nuclear.

No nos van a ganar.
No nos van a derrumbar.

Aunque el mar esté bravío
y no tengamos capitán

Con el viento como amigo,
con el azar como destino

No nos van a ver caer
No nos van a derrumbar.

nin

20/12/11

Noches II

La mejor hora para encontrarse contigo.

¿Qué hora es?, preguntó Pessoa.
Es casi medianoche, respondió Álvaro de Campos, la mejor hora para encontrarse contigo, es la hora de los fantasmas.
 Antonio Tabucchi.

Fragmento de Las Ruinas circulares.

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado.
Jorge Luis Borges.

Fragmento de "El imperio jesuítico" (Pág 100*)


Cerca de mediodía, aquel muelle vellón se rompe. El cielo se glorifica profundamente; verdean los collados; silban las perdices en las cañadas; y por el ambiente, de una suavidad quizá excesiva, como verdadero símbolo de aquella imprevisora esplendidez, el morpho Menelaus, la gigantesca mariposa azul, se cierne lenta y errátil, joyando al sol familiar sus cerúleas alas.
A la tarde, el espectáculo solar es magnífico, sobre los grandes ríos especialmente, pues dentro el bosque la noche sobreviene brusca, apenas disminuye la luz. En las aguas, cuyo cauce despeja el horizonte, el crepúsculo subtropical despliega toda su maravilla.
Primero es una faja amarillo de hiél al Oeste,correspondiendo con ella por la parte opuesta una zona baja de intenso azul eléctrico, que se degrada hacia el cénit en lila viejo y sucesivamente en rosa,  amoratándose por último sobre una vasta extensión, donde boga la luna. Luego este viso va  borrándose/.mientras surge en el ocaso una horizontal claridad de anaranjado ardiente, que asciende a,l  oro claro y al verde luz, neutralizado en una tenuidad de blancura deslumbradora. Como un vaho  sutilísimo embebe á aquel matiz un rubor de cutis, enfriado pronto en lila donde nace tal cual estrella;  pero todo tan claro, que su reflexión adquiere el brillo de un colosal arco-iris sobre la lejanía inmensa  del río.
Este, negro á la parte opuesta, negro de plomo oxidado entre los bosques profundos que le forman una orla de tinta china, rueda frente al espectador densas franjas de un rosa lóbrego. Un silencio magnífico profundiza el éxtasis celeste. Quizá llegue de la ruina próxima, en un soplo imperceptible, el aroma de  los azahares. Tal vez una piragua se destaque de la ribera asaz sombría, engendrando una nueva onda rosa, y haciendo blanquear, como una garza á flor de agua, la camisa de su remero...
El crepúsculo, radioso como una aurora, tarda en decrecer; y cuando la noche empieza por último á definirse, un nuevo espectáculo embellece el firmamento. Sobre la línea del horizonte, el lucero, tamaño como una toronja, a parecido palpitando entre reflejos azules el viento agita. Su irradiación proyecta verdaderas llamas, que describen sobre el agua una clara estela, á pesar de la luna, y la  primera impresión es casi de miedo en presencia de tan enorme diamante.
Leopoldo Lugones



*Leer online: http://ia600508.us.archive.org/5/items/elimperiojesut00lugouoft/elimperiojesut00lugouoft.pdf


19/12/11

Palabras de barniz


El citadino se irrita cuando habla con el paisano. El hombre, con su camisa medio sucia, olor a humo y ángulo en la espalda, casi no habla. Enmudece y dice alguna palabra. Se calla, escucha y vuelve a bajar la mirada. El porteño le pregunta por su vida; el otro no le habla. Se limita a sonreírle y a tratarlo de don. Yo no soy nadie, señor, le dice. Yo no soy nadie. Efectivamente no es nadie. No pretende ser nadie tampoco. No quiere ser, sino estar. No quiere cambiar el mundo, sino dormir en él. No pretende levantar cloacas, ni buscar asiento para sus proyectos. La selva es su hogar, su almohada el colchón de hojarasca. No hay sustos en su mirada, aunque si marcas de una cama que no fue de plumas. Eso le dice con su mirada, y el otro se enoja. Se enoja y se va.
Nosotros hablamos. Y vomitamos palabras, y volvemos a hablar. No paramos. Escribimos algo, subimos algo a Internet, escribimos un texto como éste que pretende ser descarga idealista; no dudamos en hablar de lo que sea en cualquier reunión con tal de hablar.
La palabra es un mero instrumento de comunicación. La palabra es un objeto. La palabra está cosificada. Se compra en el mercado. Se mide. Se cobra. En algún momento esto hubiese sido impensado. En algún momento fue sagrada, y sólo se usaba para decir realmente algo. Así pudieron los griegos generar un idioma que abarcara el cosmos, el universo. Que con cuatro letras se lograra designar al pensamiento, al lenguaje como instrumento de sabiduría. Los romanos un dialecto universal que represente su justicia, su derecho. Así los mayas, mediante un ritual y una plegaria mágica se elevaban a los Dioses y les pedían por sus cultivos. Nosotros estaqueamos tierras, numeramos hombres y esclavizamos palabras en diccionarios.

14/12/11

Washington, DC, 1967. Marcha por la Paz en Vietnam


¿Qué estarán sintiendo los oficiales? ¿Bronca, vergüenza, asco? ¿Remordimiento, acaso? ¿Cuántos estarán pensando en disparar?

Por una flor.
Por una flor.


Los símbolos no se perdieron: se los olvidaron en el estante de una fábrica.

7/12/11

Noches...



  Le dí mi corazón, se lo ofrecí y dije “Éste es mi deseo; ve, anda, llévalo”. Se fue, y yo marché llorando regreso a casa. Esa noche lloraron hienas en las estrellas.


 No hubo flores ese verano. No hubo flores. Nadie lloró el entierro, solo ella, ahí, desnuda y blanca. Dormida su cajita que sonaba a incierto. Ella sola dormida. Esa noche mirando por primera vez la luna que pasaba posada en sus ojos todas las noches. Todas las noches.


      Alejandra estaba desnuda en la roca, en el medio de la tormenta. El mar encrespado se torcía contra ella. Ella, erguida cual una Yemanja,  mirando el horizonte, de pie contra el mar. Sóla entre ese mar de azules que ruge invadiendo todo, y los rayos blancos que cubren de rajaduras el silencio.
   Ella en su roca y Martín entre los árboles, cubriéndose el cuerpo con una toalla y gritándole "¡Vos estás loca!, ¡Vos estás loca!" y amenazando con irse. Él pelirrojo, de cuerpo ancho, creyendo que ella podría estar todavía bien, pero asustándose mucho de los rayos, del mar que amenaza con tragársela, y de ella, que lo mira con esa locura en los ojos.