28/9/11

Siempre dije que la Capital es una ciudad triste




Siempre dije que la Capital es una ciudad triste


   Como toda capital, tiene los suspiros hondos de ser sede de un estado: todas las ciudades con quienes charlé me dijeron que ese peso es terrible. A eso se le agrega el odio de un país que se vuelve contra ella, mirándola casi con un desprecio poco menos que justificado.  Está bien. Si yo viviese adentro, también la miraría con mala cara, pero mi propia desgracia me hizo caer adentro. Y mi propia gracia me hice pensar cuál es el mejor camino para transformarla.
 Dicen muchos que el acordeón marca su ritmo, el filete son sus lágrimas, y el café es su naufragio.  Que derrama gotas grises y calles asfaltadas. Que la voz resinosa de Goyeneche canta en cada esquina como un ciego que vende ballenitas, y que un ejemplar borgeano campea en cada bar poco iluminado, con la barra que hace agua, y la barba reposada en el diario, intentando tapar con las canas el título que resalta en negro.
 Dicen otros con orgullo –y los otros con riñones revueltos y gotas en los lagrimales- que eso fue antes, y que ahora solo quedaron recuerdos. Que la globalización y sus humores taparon las calles. Que donde antes bailaba el Negro Ortega entre las cuerdas hoy toca una banda extranjera, y que donde antes había un café hoy se abre un Shopping.
 Aquellos hablan porque vivieron, o entendieron la esencia. Éstos porque viven, y entienden el presente: los barcitos de Palermo, el shopping sagrado y centro neurálgico de tribus urbanas, los café Stores al estilo norteamericano, y la invasión sagraria de una cultura que invade todo. Todo Imperio cayó, pero antes impuso –aún, como Carlomagno, sin imposición directa, pero si indirecta, es decir, a través del lenguaje- a sus coetáneos y vecinos su cultura. La globalización tiene el peligro de unir el mundo y convertir en vecinos culturas tan diferentes y distantes como la japonesa y la sudafricana, conectadas por intereses comunes.
 La mezcla es inevitable. La evolución es natural.  No hay eruditos porque no hay cultura del entendimiento. Nadie en su sano juicio conoce el nombre de las constelaciones menos importantes, ni nadie se pregunta quienes fueron los habitantes de esta ciudad y este país que hoy habitamos. 
 No hay cultura por el entendimiento; pero ahí,  donde faltan doctos, hay quijotes. Y una ciudad que empieza a pintarse de nuevo, sin banderas ni revoluciones: solo con pinceles, cuerdas, y tinta: los que amortiguan el avance recto y firme de la ciencia.

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