Siempre dije que la Capital es una ciudad triste
Como toda capital,
tiene los suspiros hondos de ser sede de un estado: todas las ciudades con quienes
charlé me dijeron que ese peso es terrible. A eso se le agrega el odio de un
país que se vuelve contra ella, mirándola casi con un desprecio poco menos que
justificado. Está bien. Si yo viviese
adentro, también la miraría con mala cara, pero mi propia desgracia me hizo
caer adentro. Y mi propia gracia me hice pensar cuál es el mejor camino para
transformarla.
Dicen muchos que el
acordeón marca su ritmo, el filete son sus lágrimas, y el café es su
naufragio. Que derrama gotas grises y
calles asfaltadas. Que la voz resinosa de Goyeneche canta en cada esquina como
un ciego que vende ballenitas, y que un ejemplar borgeano campea en cada bar
poco iluminado, con la barra que hace agua, y la barba reposada en el diario,
intentando tapar con las canas el título que resalta en negro.
Dicen otros con
orgullo –y los otros con riñones revueltos y gotas en los lagrimales- que eso
fue antes, y que ahora solo quedaron recuerdos. Que la globalización y sus
humores taparon las calles. Que donde antes bailaba el Negro Ortega entre las
cuerdas hoy toca una banda extranjera, y que donde antes había un café hoy se
abre un Shopping.
Aquellos hablan
porque vivieron, o entendieron la esencia. Éstos porque viven, y entienden el
presente: los barcitos de Palermo, el shopping sagrado y centro neurálgico de
tribus urbanas, los café Stores al estilo norteamericano, y la invasión
sagraria de una cultura que invade todo. Todo Imperio cayó, pero antes impuso
–aún, como Carlomagno, sin imposición directa, pero si indirecta, es decir, a
través del lenguaje- a sus coetáneos y vecinos su cultura. La globalización
tiene el peligro de unir el mundo y convertir en vecinos culturas tan
diferentes y distantes como la japonesa y la sudafricana, conectadas por
intereses comunes.
La mezcla es
inevitable. La evolución es natural. No
hay eruditos porque no hay cultura del entendimiento. Nadie en su sano juicio
conoce el nombre de las constelaciones menos importantes, ni nadie se pregunta
quienes fueron los habitantes de esta ciudad y este país que hoy habitamos.
No hay cultura por el entendimiento; pero ahí, donde faltan doctos, hay quijotes. Y una ciudad que empieza a pintarse de nuevo, sin banderas ni revoluciones: solo con pinceles, cuerdas, y tinta: los que amortiguan el avance recto y firme de la ciencia.
No hay cultura por el entendimiento; pero ahí, donde faltan doctos, hay quijotes. Y una ciudad que empieza a pintarse de nuevo, sin banderas ni revoluciones: solo con pinceles, cuerdas, y tinta: los que amortiguan el avance recto y firme de la ciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario